Javier Márquez · No quería llamarte. No quería llamarte porque aunque me dijeron que las cartas manuscritas ya no estaban de moda y yo también pensaba que algunas tradiciones son el lastre del espíritu de los tiempos, sin embargo, esta que consiste en poner nuestros sentimientos negro sobre blanco de puño y letra, no me parecía mal protegerla de los gélidos usos actuales, de esta cultura impaciente que nos invade con su atezada alma prosaica.
No obstante, para no parecer un diletante de prácticas vetustas, marqué tu número de teléfono; después de todo tampoco estaría mal escuchar tu dulce voz a través del auricular, pero la línea comunicaba repetidamente. Entonces pensé mandarte un mensaje de texto, de esos que por ser demasiado breves y crípticos, dan lugar a las exégesis más disparatadas, pero… ¡oh, qué casualidad! el servidor no funcionaba.
Al final, después de estos vanos intentos comunicativos desangelados, y dado que una buena costumbre lo es para siempre y se mantiene al margen de veleidades temporales, pasé por una oficina de correos para hacer lo que tanto había deseado: Enviarte mi carta manuscrita.
Había consagrado la tarde anterior a preparar mi pluma más preciada, esa que tú me regalaste hace años y que tanto esfuerzo te costó conseguir. La entinté de color sepia, que me recordaba aquellos tiempos felices que nos unieron eternamente y que nos trajeron esta prodigiosa melancolía, que como dijo algún sabio poeta, no es otra cosa que la alegría de estar triste.
Había redactado la carta con esmero, de manera que tanto los pensamientos como la caligrafía mostrasen con elocuencia todo aquello que quería decirte. Pretendía que más que un simple texto, fuese una auténtica melografía, ese arte de escribir música que solamente poseen los verdaderos enamorados. ¿Sería posible? Seguro que sí, y además deseaba vocearla a los cuatro vientos con altanería, subido en un ambón de noble madera e iluminado por esa luna que siempre nos acompaña a los noctámbulos, y que como nosotros, nunca es vencida por el arrebol del astro áureo, sino que hábilmente se retira a un discreto segundo plano, para volver a triunfar cada crepúsculo rodeada de una pléyade de puntitos lucientes cual lunares de tu silueta.
Me encontraba en ese paroxismo que sólo alcanzan los que como yo nacieron normales, pero que poco a poco nos fuimos curando de esa malvada dolencia, y pensé en esos sueños que nos provocaba leer unidos cada noche al irnos a dormir, porque sobre todo esa sugestiva costumbre nuestra de leer juntos en la cama, más que sueño lo que nos evocaba era eso: Sueños; anhelantes, quiméricos, delirantes.
A partir de ahora, en este umbral de nuestro otoño en que cada hoja que caiga será una flor que rebrote y para rehuir los malos hábitos que el silencio produce, prometo escribirte una carta de amor cada día, y con el fin de evitar ajados emisarios de estafeta, te la entregaré siempre en mano asediando tus labios mientras mi vehemente lengua recorre tus recuerdos.